Relato: “Solución final” de José Martínez Moreno

Detectamos un error en la maquetación del libro “Ancrofobia y otros relatos de terror” por el que se habían eliminado las últimas líneas del texto del relato “Solución final” de José Martínez Moreno. Con la autorización de su autor, publicamos la versión íntegra del relato en este blog.

Sam flotaba estático a kilómetros de altura. Desde allí podía contemplar toda la Tierra entera. Una preciosa bola azulada danzando en la negrura del espacio. De pronto vio cómo el azul de nuestro planeta trocaba en un verde purulento que se extendía con rapidez y lo envolvía por completo. En ese mismo momento Sam comenzó a caer. Se agitó horrorizado en el aire mientras veía acercarse cada vez más deprisa aquel repugnante verdor.

Se despertó entre jadeos cuando se precipitaba a toda velocidad hacia el suelo. Abrió los ojos, empapados en lágrimas, y sintió de nuevo la desoladora tristeza en su corazón, como cada vez que despertaba de aquella pesadilla. Un sueño recurrente que le rondaba desde hacía un mes y que para él tenía un significado muy claro: no había más humanos vivos aparte de él.

Sam no tenía familia. No tenía amigos. Todos ellos habían perecido a manos de esos malditos muertos renacidos que pululaban por todas partes, como una inmensa plaga de cucarachas. Llevaba un año entero sobreviviendo como podía, pero sentía que había llegado al límite. Ya le resultaba casi imposible poder encontrar algo de comida mientras sorteaba hordas de aquellos espantosos engendros que le perseguían sin tregua. Cada día que pasaba estaba más débil y sabía que su fin estaba cerca. Por eso había tomado una determinación: quería morir. Sobrevivir ya no tenía sentido, ¿para qué? Seguir adelante sería alargar lo inevitable de manera innecesaria. Prefería irse de este mundo a su manera y cuando él lo decidiera, mientras aún tuviera fuerzas. Pero no pensaba marcharse solo, de eso nada, tenía la intención de llevarse de la mano a unos cuantos de aquellos hijos de puta sedientos de sangre. Cientos, quizá miles en el mejor de los casos, si todo salía bien.

Hacía unos meses había encontrado una fábrica de explosivos abandonada —se preguntó qué lugar no lo estaba en esos tiempos— con suficiente material en sus almacenes como para volar toda Australia entera. En uno de aquellos almacenes halló un detonador que alguien había dejado conectado a unos cartuchos de dinamita y al cual sólo faltaba la guinda de acoplarle un temporizador y ponerlo en marcha. Si aquello estallaba allí dentro, pensó, el desastre estaba asegurado pues se produciría una reacción en cadena que haría saltar todas las instalaciones por los aires. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea, un plan con vistas a un negro futuro que por desgracia se había plantado ya ante sus narices.

Y hoy era el día. Había llegado el momento de llevar su plan a cabo.

Salió de su escondite y empezó a gritar para atraer la atención de aquellos muertos vivientes. En unos pocos segundos comenzó a formarse una nutrida manada de ellos, atraídos como moscas por sus gritos. Sam corrió a toda prisa mientras era perseguido por un grupo cada vez mayor de espantajos. En un momento dado miró hacia atrás y la impresión casi le hizo caer al suelo. Tras él había un enjambre de cuerpos, una marabunta de rostros descarnados y miembros desgarrados o mutilados. Nunca jamás había visto tantos de esos cabrones juntos. Daban la impresión de constituir un auténtico ejército. Se llenó de espanto y rezó por llegar a tiempo a su destino. Los hambrientos zombis le seguían como furiosos ratones a un flautista de Hamelin que corría por su vida.

Con aquellos bastardos pisando sus talones y el corazón a punto de salirle por la boca, llegó hasta la puerta del almacén, la cerró de golpe y la atrancó de manera que aguantara unos minutos. Llegó empapado de sudor hasta donde había dejado la dinamita y el detonador. Trató de programarlo, pero estaba tan nervioso que bailaba en sus manos.

Los rugidos de los zombis golpeando incansables la puerta le erizaron el vello de la nuca y le hicieron odiarlos aún más. Entonces escuchó el sonido de la barrera al venirse abajo y supo que ya estaban dentro. Era el momento esperado. De pronto sus dedos parecieron moverse solos y consiguió programar el temporizador para un minuto. Era todo lo que le hacía falta. Lo tenía más que calculado; lo había ensayado cientos de veces y no podía fallar. Pulsó el botón que lo ponía en marcha, lo sujetó con firmeza y esperó. Echó una última ojeada a su alrededor: los explosivos llenaban todo el lugar. Toneladas de ellos y de diferentes composiciones. La detonación sería atronadora; apocalíptica. Ese pensamiento le arrancó una sonrisa amarga. Echó una ojeada al reloj que llevaba la cuenta atrás. Ya no quedaban más que treinta segundos.

Sam escuchó el griterío furioso de los revividos; un sonido feroz abarrotado de hambre. Hasta él llegó, a pesar de la distancia, el hedor insoportable de sus cuerpos corruptos.

Veinte segundos.

Los vio aparecer de pronto, una visión tan estremecedora que golpeó su psique y lo dejó sin aliento. Eran miles y miles de muertos, muchos más de los que había imaginado que lograría atraer. Miles y miles de mandíbulas batiendo el aire, buscando carne con desesperación y rabia. Miles y miles de voces rugientes que llenaban el aire como un trueno hambriento. Una marea de ojos lechosos que apuntaba en su dirección. Y se acercaban. Y el tiempo se consumía. Diez segundos…

…9, 8, 7…

Un ejército de aullidos voraces taladró sus tímpanos.

…6, 5, 4…

Una plétora de cuerpos putrefactos y hediondos lo rodeó.

…3, 2, 1…

Una infinidad de manos descompuestas aferró su cuerpo con ansia febril. Sam sonrió.